En las últimas semanas se han detectado malas prácticas por parte de investigadores y universidades árabes que han puesto en duda el rigor de la comunicación científica.
Las primeras revistas científicas surgen en Francia e Inglaterra en la Ilustración: el Journal das Scavans y Philosophical Transactions y en ellas escribieron Pascal, Descartes, Leibniz, Newton, Locke, Halley y Bacon, entre muchos otros.
Esto representó el inicio del ecosistema de la comunicación científica, contexto donde, hoy en día, ya no solo participan los intelectuales de las sociedades aristocráticas que escribían los artículos y los eruditos que los leían. Poco a poco. Con el paso del tiempo, se incorporaron al mismo las editoriales y las distribuidoras científicas, las investigaciones abandonaron este entorno y se trasladaron a las universidades y, ya en la edad contemporánea, a institutos y centros de investigación especializados. Todo este proceso ha estado vehiculado de la mano del artículo científico, el tipo documental inédito y original que describe los resultados de una investigación y que se somete a una revisión por expertos antes de su publicación en una revista.
La teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin se puede aplicar a muchos ámbitos de la vida y de nuestra actividad cotidiana, no solo a los ecosistemas formados por los seres vivos. Dentro de la comunicación científica, la competencia por la publicación de artículos en las revistas de mayor prestigio es inmensa y en ella participan (antes se podía escribir «en buena lid«, ahora surgen dudas), investigadores de todos los países del mundo, buscando el mayor impacto de su investigación y el prestigio asociado. Estos factores vienen dados, hoy en día, más por el medio (la revista) que por el contenido del artículo (la investigación), lo cual es, en cierto modo, algo contradictorio y discutible, a pesar de ser lo habitual.
Las editoriales han de velar por el respeto a los principios de la comunicación científica: que no se plagie, que se cite la autoría de trabajos previos, que no se falseen o alteren los datos de investigación, etc., únicamente así podrán sobrevivir en este ecosistema. Los autores deben cumplir estas premisas y someter sus trabajos a un proceso de “revisión por pares” (otros científicos expertos en la temática) que valorarán su nivel científico con vistas a su publicación. Los revisores pedirán cambios o, directamente, los rechazarán si estos textos no alcanzaran el nivel exigido por la publicación (o por si se detectan malas prácticas).
Una parte de estas revistas se publican sin ánimo de lucro, permitiendo sus editores la lectura gratuita de los artículos, compitiendo en desigualdad de condiciones con las revistas pertenecientes a las grandes editoriales científicas comerciales: Elsevier, Springer, Cambridge University Press, Nature, Royal Society of Chemistry, etc. Las suscripciones a estas revistas son muy costosas, quedando prácticamente vetado su acceso a los científicos y estudiantes de muchas partes del mundo, especialmente en aquellos países en (permanente) vía de desarrollo. Incluso cuando estas publicaciones se digitalizaron, sus editores no descendieron los costes de las suscripciones, a pesar de que ya no existen los gastos de impresión y envío.
A principios de este siglo, se aprobaron las declaraciones de Budapest, Betsheda y Berlín a favor del acceso abierto a la información: Su objetivo es hacer posible un acceso más universal a los resultados de las investigaciones a través de internet. Volviendo a la teoría darwiniana, dentro del ecosistema de la comunicación científica, los editores vieron que su negocio podía verse amenazado por estos principios tan loables como, por desgracia en muchos casos, ilusorios. Las empresas propietarias de las editoriales se adaptaron y evolucionaron, introduciendo medidas correctoras que han llegado incluso a subvertir la propia definición de acceso abierto, porque ahora ya no es libre y gratuito en todos los casos, sino que precisa de un pago previo de unas tasas para publicar un artículo (más conocidas por APCs).
Tras superar este primer intento de introducir cambios en el hábitat donde imponen el devenir de los acontecimientos, estas editoriales siguen desarrollando su actividad, en algunos casos incluso han conseguido recubrirse de una cierta pátina de responsabilidad social. Pero, en todo ecosistema, por muy seguro que parezca para la especie dominante, siempre aparecen nuevos depredadores más fuertes, viéndose los integrantes de la especie predominante obligados a luchar por defender su posición de privilegio y, en muchos casos, su vida.
No es casualidad que uno de los problemas actuales que más perjudican a la comunicación cient´fiica en particular (y a la Ciencia en general) venga de la mano de revistas conocidas como “predadoras”, apelativo que se aplica a aquellas que se hacen pasar por una revista científica legítima, pero que en realidad no aplican procesos de revisión por pares rigurosos y aceptan publicar prácticamente cualquier artículo a cambio de una tasa o APC. Lo cierto es que estas revistas representan una verdadera amenaza para la integridad y la calidad de la literatura científica, sus escasos niveles de rigor y calidad no les alcanzan para ser considerados como medios de comunicación de la investigación legítimos.
De forma paralela, han surgido los ‘megajournals’, revistas que publican una amplia variedad de artículos en múltiples disciplinas a diferencia de las editoriales especializadas, que se centran en un tema o campo de investigación específico. Estas nuevas revistas no son exactamente·»depredadoras», si bien hay dudas razonables sobre sus procesos de revisión. La realidad se impone, y ahora, tanto las «predadoras» como los ‘megajurnals’ ocupan espacios en el ecosistema de la comunicación científica donde antes habitaban otros agentes que han tenido que reajustarse y trasladarse. Y esto no se ha quedado ahí porque, casi de la noche a la mañana, han aparecido nuevas editoriales que mezclan el modelo de negocio de las tradicionales revistas especializadas con el de los `megajournals’, cobrando altas cantidades dinero a modo de APC y que no parecen cumplir con unos criterios mínimos de calidad en sus revisiones, habiéndose disparado así el número de los artículos científicos retractados en revistas propiedad de algunas de estas editoriales (léase mdpi, Frontiers o Hindawi).
Por si faltaba algún elemento para distorsionar el ecosistema, comienzan a detectarse influencias nada recomendables de los distintos ránquines de universidades (en particular el ARWU o “ranking de Shangai” que en España se hizo famoso por medio del nefasto exministro de Universidades José Ignacio Wert). Uno de los criterios que se valoran en estas “listas de éxitos” (como bien escribía hace unos días la profesora Eva Méndez en El País) es contar entre tus científicos a aquellos clasificados como «altamente citados» (en el recientemente publicado informe de 2002, son 6938 los autores cuyos trabajos reciben el 1% de todas las citas a nivel mundial en su disciplina según la base de datos Web of Science).
Muchas universidades han ascendido posiciones en esos ránquines fichando falsamente a científicos de otras instituciones, pagándoles por cambiar la información sobre el lugar de trabajo que todos ponemos en nuestros artículos (la mayoría de nosotros con sincero orgullo de militancia). Personas que nunca han estado en la península arábiga, aparecen ahora como “trabajadores” de universidades de esa parte del mundo, cuando la institución que paga sus sueldos y financia las infraestructuras para que puedan llevar a cabo sus investigaciones son otras, generalmente públicas, que aportan ese dinero procedente de los presupuestos públicos. Como mínimo, esto es un inmenso desprecio a los ciudadanos y ciudadanas que pagan sus impuestos, aunque parece algo más grave.
Las noticias publicadas por Manuel Ansede en El País muestran una realidad desagradable y que no puede consentirse. La Universidad de Córdoba ha señalado el camino a seguir para corregir estas malas prácticas suspendiendo de empleo y sueldo a un investigador por 13 años, otras deberían seguir su ejemplo. En cambio, la mayoría de los 19 investigadores identificados en España por haber llevado a cabo estas malas prácticas, siguen trabajando en sus universidades o centros de investigación, aparentemente sin apertura de expedientes disciplinarios. Lo mismo ocurre con aquellas personas que han ejercido de mediadores para «captar» a estos investigadores. Incluso una investigadora de un instituto de investigación de Cataluña informa de que renuncia a ese contrato para seguir con las universidades árabes (no he podido verificar esto último, por eso no concreto mucho más).
Personalmente pienso que no es tolerable esta infidelidad, más bien promiscuidad en muchos casos.
Dejando aparte la cuestión administrativa, y para finalizar, es lógico que nos preguntemos si se puede luchar contra todos estos problemas. La respuesta es simple: se puede y se debe. Se tiene que actuar desde muchos ámbitos para corregir hábitos indeseables fuertemente asentados. La LOSU habla de valorar la ciencia con los principios FAIR (encontrabilidad, accesibilidad, interoperabilidad y reutilización) como medida correctora. Es bien sabido que estas ideas constituyen uno de los pilares de la ciencia abierta, un nuevo intento de suturar las heridas que todas estas malas prácticas han introducido y de tender puentes para aminorar las distintas brechas que impiden el libre acceso a los resultados de la investigación por parte de todas las personas.
La ciencia será abierta, o no lo será.
#CienciaAbierta ya!!